EL REVERSO DEL MUNDO_Basilio Baltasar

A mediados de los años setenta nos impresionaba la solemnidad con que las bellas artes hablaban de sí mismas, pero gracias a algún don misteriosamente recibido supimos esbozar a tiempo una irónica sonrisa de desconfianza. No es que despreciáramos el mérito de los viejos maestros pero en su retórica –y en sus entusiastas imitadores– reconocíamos una sospechosa impostura. No pasó mucho tiempo antes de verles tratar con enojo nuestra precoz filiación cínica. Por más que nos correspondiera el turno de ponerlos en cuestión, no les pasaba por la cabeza la idea de consentir nuestra insolente manera de ver el mundo. Un desmesurado afán de respetabilidad les llevaba a imaginarse como el recambio de los viejos carcamales del siglo y fue esta pretensión la que alentó nuestra sardónica displicencia. Ahora, con la lección del tiempo aprendida, comprendo la dificultad que entraña enseñar a unos discípulos tan alegres como descreídos. Qué le vamos a hacer. La credulidad no fue una de nuestras cualidades. El misterioso don, lo supimos luego, se remonta a una de las corrientes filosóficas más subversivas que han atravesado la historia de la cultura. Fuimos escépticos con irritante intensidad y este espíritu nos procuró una excelente educación sentimental. Nuestra negativa a compartir la ingenuidad contemporánea nos hizo inmunes a las doctrinas que por entonces se expendían en el mercado de las creencias. Ya fueran estéticas, políticas, religiosas o musicales, la elocuencia de estas ideas fue acogida con una afilada suspicacia. Esta ironía nos salvó de la ingenua complacencia con que muchos transigían.
Es en el recuerdo de aquellos años de esplendor, en la iniciación compartida durante una adolescencia hecha de aprendizaje y fraternidad, en donde se encuentran algunas reveladoras claves de la trayectoria recorrida por Antoni Socias.
Su destreza como pintor, escultor y fotógrafo, el dominio adquirido en cualquier de las disciplinas que ha elegido para sus insólitas exploraciones del mundo, la libertad con que ha sabido deshacer sus logros artísticos, lo han convertido en uno de los artistas españoles más brutalmente implicado en la incesante destrucción de su propia obra.
El talento proteico, virtuoso, voraz, sarcástico y cruel enérgicamente desplegado tras las mutaciones del lenguaje emergente en cada época, le ha permitido manosearlo, elaborarlo y abandonarlo con la urgencia que exige su genio intransigente.
Desde sus primeros trabajos le he visto consumar una y otra vez el mismo ciclo. Cuando se aposenta en un dominio artístico, cuando forja la inconfundible personalidad de sus estilos y ve reconocida su marca, se apresura a abandonar el estorbo de lo logrado.
Hay que entender el valor implícito en esta actitud de constante renovación. Es un desafío que muy pocos están en condiciones de aceptar. Renunciar a la singularidad de una obra hecha, dejar atrás lo laboriosamente conquistado y dirigirse de nuevo hacia el deshabitado horizonte, supone ejercer un supremo despojamiento.
Vivir abierto al reclamo de lo desconocido, a lo que uno debe dar otra vez de sí mismo en circunstancias inesperadas, sentirse atraído por lo que no existe, comprometerse con lo que llegará a ser, significa cumplir una de las más radicales exigencias del Arte.
El paso del tiempo ha dado a esta búsqueda su exacta magnitud heroica. Antoni Socias se ha librado de la servidumbre impuesta por las expectativas de los demás y ha seguido el rastro de su poderosa intuición, de su despótico instinto de depredador de sí mismo. Quién sabe hasta dónde querrá llegar.
Después de contemplar su nuevo trabajo me apresuro a escribirle, con el asombro de siempre:
Con esta serie, Toni, inauguras una nueva mirada. Se nota de nuevo esa deliberada «confusión de las mentes» con que sacudes las certezas ajenas. Te deslizas una vez más por esa frontera en donde lo absurdo y lo doméstico se encuentran, se agreden y lesionan. Tu viaje a África maneja con maestría la potencia teatral, narrativa y metafísica de las imágenes pero provoca una perturbadora y sutil decepción. ¿Qué será?
Tu punto de vista en África es un ejercicio de estilo que destruye la distancia entre el fotógrafo y el mundo. Las visiones africanas que nos ofrece la industria cultural sustentan una narrativa retorcida por la cautela, los prejuicios y las ilusiones del viajero. Por un lado, ya se sabe, admira lo exótico y le encanta ser fascinado. Por otro, temeroso de lo que ve, recela y retrocede. Quiere atrapar lo que mira, pero no quiere tocarlo. Persigue una simulación aceptable de lo real, pero sabe que su presencia estropea la integridad de esa imagen exótica, primitiva, virginal. ¿Cómo sortear esta tensión?
Tu viaje es una parodia del género: la ilusión de ese fotógrafo invisible ha sido cancelada, ridiculizada. Tu obra es una confesión: estoy aquí. ¿Podría ser de otro modo? Las «personas» me sonríen o me repudian. No hay modo de impedirlo. Lo confieso. Debo tocar todo lo que veo. Este es el acuerdo entre mi ojo y el mundo. Lo que no pueda tocar, no existirá. No basta con ver, no es suficiente mirar. Hay que tocar. Aceptar el riesgo supremo de ser rechazado.
La indulgencia de los sujetos con los que te encuentras es sorprendente. También será perturbadora. ¿Cómo lo has conseguido? Nadie sabrá interpretarla. ¿Es un signo de tu poder personal? ¿Prepotencia, abuso, injerencia…? ¿O una sorprendente fraternidad entre desconocidos, en la plaza del mercado?
La construcción cultural de África llevada a cabo por Occidente, la elaboración de ese exotismo oriental que tan severamente desveló Edward Said, las emociones salvajes que ha pulido la literatura y el cine, ese vértigo ortopédico con que el viajero se paseaba por el otro mundo (la aventura impostada por la agencia de viajes), entra ahora en su fase de declive y con tu mirada levantas acta de un cambio sustancial. Los otros exóticos han entrado en nuestra vida y son ellos los que apoyan su mentón en tu mano. Es la gran migración que los trae a casa pero también la insurgencia de una voz propia, modulada por su memoria personal (no la especie, ni la tribu, ni el país, ni la religión, ni las costumbres, ni el folklore); y en ese recuerdo íntimo en cada uno de ellos reverbera insólitamente la experiencia de la fatuidad con que nos hemos hartado de nosotros mismos.
A partir de ahora no habrá nadie a quién admirar. Ellos son lo que somos. Decepcionantes imágenes de lo poco que hemos llegado a ser. Hasta ahora nos han servido de consuelo, posibilidad remota de otra vida. Nos bastaba asomarnos a su  mundo de vez en cuando para obtener un consuelo necesario. Y sin embargo ahora son hombres en lugar de imágenes, se han hecho prójimos, semejantes, iguales. No van a servirnos como refugio mitológico de nuestras almas cansadas. Podemos darles la mano, conversar, aburrirnos con ellos. No serán la imagen idílica de la Humanidad ancestral, la inocencia custodiada en el primer origen del mundo. Ese caudal de estampas útiles a nuestro fracaso cultural se ha agotado.
Tu viaje a África, Toni, es la crónica de una transformación cultural pero no evoca lo que ocurre allí, entre ellos. Sino lo que sucede aquí, entre nosotros. La nueva mirada, a la que das forma precisa y elocuente, acoge a personajes inesperadamente semejantes a nosotros mismos. Ese yo tiznado de negro que sonríe en el espejo, en el reverso del mundo, lo ha dicho todo. Nunca antes había sido visto de este modo.